Tras la lectura de los relatos participantes (tanto por Facebook como por Instagram) en el certamen “Historia de amor en una pandemia”, tenemos ya el fallo del jurado:

Relato ganador del premio (100€): “Cuarentena”, de Elena Emmolo

Relato con más “me gustas” (ganador de un curso de Relato avanzado): “Amores retrospectivos” de Juan Segura.

Como el nivel ha sido bastante alto, queremos hacer las siguientes MENCIONES DEL JURADO (válidas para incorporar a vuestro currículum literario):

Os dejamos aquí los dos relatos ganadores para vuestro disfrute. ¡Enhorabuena!

Relato ganador del premio, dotado con 100€

Elena Emmolo Cuarentena

Como hacía ya hace dos meses que no veía a mamá, agarré el tren de la estación Termini de Roma para ir a visitarla a Florencia. Papá estaba al tanto, así que, como a él no lo veía desde hace un mes, acordamos encontrarnos allá dos días después de mi llegada; después de todo, su viaje en coche desde Pisa estaba a tan sólo una hora.
Desde hace 6 años he tenido que lidiar con ver a mis padres por separado. Después de su repentino divorcio, esta sería la primera vez que coincidiríamos los tres en una misma ciudad; lugar en el que solíamos vivir juntos como una pequeña gran familia. De modo que, esto era nuevo para mí, y sinceramente no terminaba de hacerme la idea, parecía que pintar un panorama en mi cabeza de lo que estaba por venirse me era muy embrollado.
Mamá me recibió con un abrazo impregnado de su perenne aroma a jazmín. Le di un beso en el cuello y vi sus ojos pardos brillar bajo los escasos rayos del sol de las once en punto de aquella mañana. Hacía frío, por ello no tardamos en apurarnos en entrar. Me saqué la chaqueta y la bufanda y dejé mis cosas en mi antiguo cuarto. El aire cálido y el olor a galletas de mi hogar me embargaron por completo en cuanto me senté en la mesa de la cocina. Una taza de té, junto a un platico de hermosas galleticas apareció de inmediato; añoraba aquello como nada. Mamá se sentó de frente, nos vimos las caras y no le dimos más dilación antes de ponernos a hablar sobre el nuevo y trágico acontecimiento: un virus se había propagado desde el oriente a otros países y estaba matando a muchas personas.
«Esto parece de película», saltó mamá.
Para esos días ya se estaba empezando a rumorear acerca de un hombre que había arribado de China y que comenzó a contagiar a varios en la ciudad de Lombardía. Otros casos se escuchaban y hasta un aviso de vigilia anunciaron por la tv, pero en aquel momento no parecía nada del otro mundo. Salías a la calle, alzabas la vista al cielo y comprobabas que este seguía igual de maravilloso como siempre.
Mamá parecía disfrutar que ya no tenía que sermonearme por teléfono, como lo había hecho toda la semana pasada, sobre las normas del cuidado que se debía tener con este presunto virus; me tenía aquí con ella en vivo y directo, y yo ya estaba algo harta.
Los dos días pasaron volando y papá me llamó para avisarme que estaba por llegar. Salí de inmediato de la casa sintiéndome como una niña de seis años, mientras usaba medias arremangadas por las rodillas, un suéter de lana gigante y una bufanda rosa enroscada al cuello. Agité las dos manos con una sonrisa al ver desde el cobertizo que su auto se aproximaba. Me puse las botas y bajé las escaleras de prisa para lanzarme a sus brazos. Me pasó una mano por la cintura y caminamos como dos enamorados hacia el interior de la casa.
Mamá asintió estirando la comisura de sus labios al vernos entrar a la cocina. Aunque su gesto lucía gentil, ella parecía un poco más tiesa de lo normal; un gesto suyo que, a mi juicio, le hacía mucho que no le veía. Tomamos vino y comimos queso con tomates secos después de almorzar una pasta con salsa napolitana.
Esa tarde, al regresar a casa después de haber salido a comer un helado con papá, anunciaron algo que nos dejó tan impresionados como horrorizados: nadie podía abandonar sus viviendas porque la gente se estaba contaminando con el virus a escalas garrafales y estaban muriéndose como si se tratarán de moscas. Papá debía volver al otro día a Pisa, pero no había nada que pudiera hacer; la policía nos tenía a todos vigilados.
La comida sobraba en la casa, pero la paciencia parecía que se había esfumado por completo al ver a mis padres gritándose el uno al otro. Las peleas aumentaban con los días y, con ello, la intensidad. Me había unido también al rin de boxeo y me sentía de nuevo como si estuviera en aquel infierno de hace 6 años. La infidelidad de papá, la depresión de mamá y mi espantosa adolescencia, eran como fantasmas que regresaban de nuevo para atormentar nuestra existencia.
«Habíamos vivido tan tranquilos estando separados, que se nos había olvidado que estar juntos bajo un mismo techo sería como darle vida a nuestra peor pesadilla. No había escape: afuera moría y aquí adentro perecía».
Pasé más tiempo encerrada en mi antigua habitación escribiéndome con mis amigos del que nunca había pasado. Salía a hurtadillas cuando veía que no andaba alguno de mis padres por ahí y me iba a la terraza a contemplar otra cosa que no fuera la pantalla de mi teléfono.
Con el pasar de los días las malas noticias fueron mermando, y junto con esto, las angustias de una entera nación. La peste tenía tiempo de caducidad y la fecha se estaba acercando. Las personas dejaron de fallecer y las que estaban enfermas parecía que estaban sanando.
Como pronto, anunciaban que al otro día sería la víspera en el que todos tornaríamos a la normalidad de nuestras vidas: volveríamos a respirar la libertad.
Me despedí tristemente de papá antes de irme a la cama. Cogería el auto muy temprano por la mañana para regresar después de unas largas seis semanas bajo cuarentena.
La sensación de que al otro día desaparecería mi encierro me hizo despertar en plena madrugada. Salí de la habitación debajo de mis sábanas dirigiéndome a la terraza. Me detuve al oír ruidos, quise pellizcarme para evidenciar que no fuese un sueño lo que estaba viendo: papá y mamá estaban sentados los dos en un mismo sillón besándose junto a un mar de estrellas al horizonte. De inmediato supe que la peste se había marchado para siempre.

Relato con más “me gusta” con premio de un Curso de Relato Avanzado.

Juan Segura AMORES RETROSPECTIVOS

1
Las lágrimas de Marcelo recorrieron el camino desde la comisura de los labios hasta sus ojos. En ese momento dejaron de saberle saladas. Levantó poco a poco la cabeza y se sintió desolado, como quién pierde todo el amor que había albergado de golpe o quien se siente traicionado. Estaba dejando de escuchar las palabras de Isabela, crueles e insensibles, que le decían que aquello no había sido nada. Que ellos no eran nada. Si acaso dos conocidos que habían disfrutado de la música de Marcelo. Cada uno desde su propio balcón en el tiempo de cuarentena. Él tocando para ella. Ella bailando para todos.
Su gesto apesadumbrado y sus ojos vidriosos por la noticia tornaron a una sonrisa radiante por verla tan cerca. Después de todo, esta maldita pandemia que los había tenido encerrados, había servido para algo. Para verla. Y lo hacía alejándose de ella. Y cada vez que lo hacía más grande se descubría su sonrisa. Y cada paso que daba hacia su casa más nervioso se sentía. Hasta llegar el momento en que abrió la puerta de su apartamento para cerrarla de nuevo tras de sí.

2
Su día a día, el de Marcelo, en la cuarentena era como el de todos en aquella urbanización. Se levantaba por la noche, leía un rato, después se lavaba los dientes y se iba al sofá a ver una película. Se duchaba y cenaba pensando en Isabela. Y no necesariamente en ese orden. Hasta que llegaba la hora de salir al balcón. Ese era el momento más emocionante. El momento en el que tocaba para ella. Aunque todos lo escucharan. Aunque algunos le pidieran canciones y él aceptara. Pero todo era para Isabela. La gente aplaudía, entre ellos Isabela, y Marcelo dejaba de tocar. Empujaba su piano hacia dentro y algún impaciente gritaba su nombre como reclamo. A veces también lo hacía ella. Con su piano dentro se preparaba para el concierto. Unas veces hojeaba un libro. Otras, se paraba a mirar como una araña destejía su propia tela. La mayoría, simplemente miraba como las agujas del reloj giraban de derecha a izquierda o como las flores de sus macetas se cerraban por la retirada de la primavera. Y mientras lo hacía, pensaba en Isabela. Se levantaba de una siesta. Se volvía a lavar los dientes. Comía y cocinaba algo para sí. Veía televisión. Leía o escribía. Se despeinaba, se lavaba los dientes por primera vez en el día y desayunaba. Recogía las cucharadas de café y de azúcar que volvían a sus tarros respectivos. Colocaba la taza en su lugar. Y sacaba el pan del horno para meterlo en el congelador. Hasta que iba a acostarse a la cama, donde un día más, se maldecía porque no había soñado con Isabela.

3
Marcelo gritaba y bailaba de felicidad. O bailaba y gritaba, qué más da. Su corazón protestaba rabioso dentro de su pecho. Vibraba de emoción al ritmo que leía las palabras: “Me encanta como tocas. Deberías pensar seriamente en darnos un concierto desde tu balcón. Firmado Isabela”. Al tiempo que se agachaba para dejar el papel en el suelo sus pulsaciones se iban calmando y esa sensación de adrenalina recorriendo su cuerpo iba desapareciendo hasta cambiarse por un gesto de extrañeza que finalmente desapareció cuando la puerta de su apartamento engulló un folio con algunas palabras escritas a mano. Marcelo dejó de mirar a la puerta y pensó en lo que aún le quedaba por delante. 14 días de aislamiento por el maldito virus.
Marcelo pensaba que ojalá pasase todo este tiempo lo más rápido posible o mejor, que pudiese volver atrás. Al lugar y el momento en el que amó y fue amado.
Pero el tiempo nunca vuelve y la vida no te da segundas oportunidades. ¿o sí?