Seleccionados #ViernesCreativo: historias sobre el calor + la casa encantada
Recordad que desde nuestra APP gratuita de Portaldelescritor podéis acceder al grupo de Facebook desde vuestro móvil y leer allí mismo el reto, además contar con un generador de personajes, de historias, manuales y los consejos de escritura del blog de Diana P. Morales.
MICRORRELATO SOBRE EL CALOR
TEXTO CON MÁS ME GUSTAS
Fernando Martínez —Una vez muerto no sientes casi nada. Las almas son incapaces de sentir dolor o alivio. Tampoco emociones o sentimientos… Sólo son capaces de sentir paz o arrepentimiento
—Entonces… ¿por qué tengo calor?
—Bueno, eso es porque no nos dirigimos a El Cielo
Maite Ugalde Martinez Mateo Bárcena se quitó el sombrero y se limpió el sudor de la frente con un pañuelo. Hacía demasiado calor para estar tanto tiempo apostado en esa esquina de La Habana en su Chevy de los 60 para sorprender al marido infiel. Miró su reloj de pulsera: eran las doce y media. El individuo había entrado en el local a las diez y cinco y todavía no había dado señales de vida.
Por fin, tras una hora más de espera, el hombre salió acompañado de una bella mulata enfundada en un traje color rojo fuego. Mateo sacó varias instantáneas con su cámara Leika. No le gustaba esta tarea de mirón vergonzante pero desde que abrió su agencia de detectives “La luna habanera” tenía que reconocer que su peculio diario dependía en su gran mayoría de este tipo de casos. La pareja tomó un taxi, acercándose tanto a su coche que Bárcena temió que hubieran visto su cámara.
Fue entonces cuando se fijó en que la mujer era Cándida Matanceros, su primer amor. La cámara se le escapó de las manos y se cayó al suelo. “La vida a veces te da golpes bajos”, pensó Mateo y calculó cuándo podía costarle el arreglo de la cámara.
Me gustas: 16
OTROS TEXTOS SELECCIONADOS POR SU CALIDAD U ORIGINALIDAD
Silvia Favaro Querida madre:
El calor es abrasador, estamos en una barcaza atravesando la frontera.
Los guardacostas son hostiles; nos amenazan con altavoces y tienen fusiles.
El agua es escasa, el sudor intenso nos deshidrata.
Los que viajan conmigo cuentan historias para distraernos, pero no podemos desviarnos de esta agresividad que nos carcome las entrañas.
Un relato atrapa mi atención; se trata de una banda de hombres y mujeres que luchan como defensores de los que no tienen derechos, ni país donde regresar.
Aunque no creo que sea cierto; al menos para esas mujeres que separan y encadenan.
Me estoy muriendo de sed, ya no queda ni una gota para beber.
Encontré una botella para enviarte mi carta.
Voy a saltar, solo necesito un poco de suerte para llegar a la orilla. Ojalá existan esas personas, su ayuda servirá mucho.
Amelia Bravo Vadillo Dos años cumpliendo rigurosamente nuestras funciones en el banco y de repente aquí estamos, en una abarrotada playa de Málaga en pleno agosto. Llevo cinco minutos fuera del agua y ya siento una gran dificultad para respirar. Un hombre con marcado gracejo andaluz nos lleva, a mis amigas y a mí, a uno de los chiringuitos. Todas las mesas están llenas, son las tres de la tarde. Agua con hielo para todas. Lo que al principio parece ser una bendición se convierte en un suplicio en apenas un instante. Un dolor brutal me atraviesa el abdomen. Noto un exceso de sal marina en la piel y después calor, calor… ¡no soporto este calor! Creo que voy a perder la consciencia. Ahora estoy boca arriba, mirando al cielo, totalmente paralizada, y ahora estoy boca abajo, ciertamente sin vida, pues intuyo las brasas de lo que debe ser el infierno sobre la arena ardiente, pero ya no siento nada. Una mujer me mira mientras sostiene la caña como si fuese un trofeo. Lo último que escucho es su carcajada cuando grita: ¡Me muero por comerme este espeto de sardinas!
Karina Castillo Peinado La víctima elegida trata de conciliar el sueño en la primera noche tropical de la temporada. El calor que emana de su cuerpo calienta el colchón y la almohada se va humedeciendo. Se abanica ajena a los ojos que la observan tras el marco de la puerta de la habitación. El atacante es silencioso. Además, conoce perfectamente las costumbres de esa señora que permanece acostada con un camisón mínimalista y con las piernas espatarradas porque, con estas temperaturas, cualquier contacto con otro cuerpo o con el nuestro mismo, resulta caldoso. Con cuidado, levanta la pistola. Tiene que ser certero en sus disparos pues le queda poca munición. Se acerca despacio hasta encontrarse a un metro de la víctima y le dispara directamente a la cabeza. Aprieta el gatillo hasta en cinco ocasiones pero, lejos de matar a la pobre infeliz, ésta se levanta gritando y se dirige hacia el intruso zapatilla en mano. Esta vez ha tenido suerte y le ha dado tiempo de encerrarse en el baño. Ríe satisfecho mientras abre el grifo para llenar todo el depósito de la pistola de agua…y vuelve a la carga.
Alicia GB SOL, VERANO Y CALOR
Desde mi ventana observaba un trocito de iglesia entre los tejados de los viejos edificios, pero lo que más me gustaba era mirar ávidamente a Sofía, Cari y Marieta mientras jugaban cómplices de sus secretos. Inocentes arrastraban las risas por toda la calle del Sol, eran vacaciones de verano y tocaba divertirse.
La mayor retiraba el pelo de la sien de la pequeña y lo cepillaba enérgicamente canturreando canciones de moda, mientras que la más alta sacaba de su cesta una tela roja de gasa, algo sucia y estropeada convirtiéndola en vestido de fiesta sobre su escuálido talle.
Cuando alguna de las niñas alzaba la mirada hacia arriba me gritaba: ¡Baja a jugar con nosotras Natalia y nos cuentas un cuento!
Yo, sonreía y acto seguido cumplía los deseos de las niñas. Aquel verano de 1979 encontré el calor en la calle del Sol.
Carol Belasco Aquí cada respiración te hace desear la muerte: al inhalar, el aire caliente desgarra la tráquea y al exhalar, quema toda la piel que roza.
El dióxido continúa aumentando cada día, y la construcción de las cúpulas es demasiado lenta, muchos quedarán fuera cuando la atmósfera sea del todo venenosa. Puedo entender el porqué: cada respiración agónica aquí fuera es una respuesta, un acto desesperado e ilusorio. La muerte de un cupular deja un espacio libre y esta es su macabra versión de una ruleta de la suerte.
No saben que ya es demasiado tarde, que sus pulmones ya están tan enfermos que no importa si consiguen plaza bajo una cúpula, no sobrevivirán de ningún modo.
Me coloco la máscara e inhalo oxígeno, inhalo vida, inhalo futuro: privilegios que no merezco más que ellos. Después de la breve exposición al exterior duele, pero, para mí, es un dolor pasajero.
Observo de nuevo a la víctima antes de ordenar que recojan el cuerpo: alrededor de los labios y la nariz una leve irritación delata el tiempo que pasaba aquí fuera. Sé porqué venía: lo que gente como él obtiene de los necesitados de un poco de oxígeno. Pero inicio la investigación porque su asesino tendrá la oportunidad de una muerte rápida e indolora antes de que sus órganos estallen, me gusta pensar que eso es lo que en realidad buscan y que hay cierta justicia en mi trabajo.
Sonia Mepu Hoy no es un día especialmente caluroso. Es trece de febrero y el termómetro marca 32 grados. Gracias a los invernaderos inversos seguimos cultivando cítricos, manzanos, avellanos y nogales. También plantamos calabazas, alcachofas, brócoli y otras hortalizas y verduras de invierno. Soy afortunada de trabajar allí y olvidarme del calor que siempre hace fuera. En verano, cuando alcanzamos los 55 grados, nadie puede salir a la calle sin sus ropas de protección térmica y los niños sólo salen de los recintos protegidos en invierno, que es cuando disfrutan de sus vacaciones escolares.
El otro día me atreví a dar un paseo. Subí a la Sierra y seguí el curso del antiguo río. Me quedé maravillada al descubrir un pequeño manantial natural, cerca del antiguo nacimiento. Rodeándolo crecían tímidamente algunas plantas protegidas por la sombra de una gran roca. Creía que la naturaleza había dejado de funcionar por completo. El agua que bebemos es fabricada en unos laboratorios y nos lavamos en seco. Bebí hasta que me dolió la tripa ¡Qué fresca y buena! No diré nada. Ocultaré el secreto y vendré de vez en cuando. Quizá traiga a alguien de confianza. Quizá no sea la única en haberlo descubierto. ¡Ojalá! Pero si lo digo, pondrán una valla y se acabó el manantial.
Tali Rosu Abro los ojos y solo consigo mirar el techo, no me puedo mover. El asfixiante calor de éste verano me produce esa desagradable sensación de estar pesada y pegajosa.
La humedad de la playa no ayuda, las sábanas se me quedarían pegadas a la piel de no estar tiradas en el suelo envolviendo el cuerpo del vecino. Lo miro de reojo para no tener que esforzarme en girar la cabeza, mi expresión adopta un aire de asco y recuerdo al individuo mirándome las tetas cada mañana en el ascensor. Es repulsivo.
Su mano asoma por debajo de la tela ensangrentada y lo puedo imaginar tocando mi cuerpo con ese imparable deseo que se asemeja al de un animal salvaje en época de apareamiento.
Vuelvo a mirar al techo. Llevo ya unas cuantas horas aquí tumbada y sin ganas de levantarme ¡Que calor! Además, la pesadumbre de la culpabilidad se une a la temperatura que, conforme pasan las horas, es cada vez más elevada. ¡Que calor!
Suspiro, miro al cadáver y bajo una pierna de la cama. Tengo que llevármelo pronto antes de que empiece a oler y venga la policía. Intento recordar en dónde enterré a los otros para no dejarlo demasiado cerca y me doy cuenta de que tengo que mudarme; ya no me quedan zonas libres para llevar a éstos desgraciados babosos que me miran las tetas en el ascensor.
Verónika Lorite Zayra salió temprano del refugio, cuando el sol de Itíaca aún no había aparecido en el horizonte y la temperatura, aunque sofocante, permitía respirar sin mayor problema. Transitó el mismo camino que había utilizado en los suaves veranos del Zondor, pero ahora que ya había pasado su trigésimo ciclo, apenas si podía deslizarse por aquel pasadizo que comunicaba directo al lago oeste. Al llegar, se sentó en el borde sin preocuparse de los trozos de plantas que pendían de su cabello. Tomó una pequeña piedra del suelo, comenzó a pasearla por sus manos y miró al cielo donde el sol comenzaba a alzarse. Su planeta vivía bajo una rareza cósmica y desde el inicio lo odió. Cada día suplicó al universo que uno de los dos soles desapareciera, y que se llevara con él el fuego que recorría su cuerpo. Estaba tan pensativa que no sintió que no estaba sola. Así, cuando el pequeño Koinas habló, no pudo evitar el sobresalto de su cuerpo, ni que el fuego saliera de sus brazos e impactara a escasos centímetros de él.
— ¡Por los dioses!— gritó exaltado Koinas— ¿Puedes volver a hacerlo?—dijo tomando sus brazos y mirándolos, buscando algún artefacto escondido que explicara aquel fenómeno. Según las escrituras el alzar del segundo sol de Itíaca proveerá de dones a algunos elegidos, pero aquello no era habitual. Por eso Zyara había elegido la soledad del lago para sacarlo de su sistema, por eso rezaba para que todo terminara pronto, por eso no podía permitir que nadie se enterara o se la llevarían de inmediato, por eso Zyara lo miró aterrorizada y permitió al fuego salir de sus manos temblorosas. Y así su secreto estaría a salvo al menos un día más.
Kathy Guerrero Bejarano Afuera los rayos del sol se apoderaban del panorama, todo tenía color a incendio. Una brisa perezosa zarandeaba las ramas de los árboles haciendo parpadear la luz solar. El canto de las chicharras presagiaban un día acalorado.
Apoyado en el cristal, Aldo cerró los ojos para retener la imagen, todo era perfecto para pasear en bicicleta, la única actividad que a veces recordaba y echaba de menos.
El alarido de un perro lo hizo retornar y en un instante se le enmudecieron los recuerdos.
El calor le comenzó a oprimir el pecho, el sudor se le acumulaba en la piel y le bajaba por su desorientado rostro. Tembloroso volvió al comedor.
Bajo el ronroneo de un ventilador, Glenda lo esperaba con un vaso de té helado. Con sus recias manos sujetó a su marido y lo sentó junto a ella.
Aún era una mujer hermosa, si bien tenía brazos de pilates, debajo de su rubia cabellera se escondía el blanco de los años. Sus ojos grises se encontraron con los verdes despistados de su marido, con voz serena le recordó -Todos los días imagino que andas haciendo diligencias y que te has ido sólo por un instante… regresa.
MICRORRELATO CON UNA CASA ENCANTADA, UN NIÑO Y UNA DISCUSIÓN
TEXTO CON MÁS ME GUSTAS
Sonia Rincón Quise dar un portazo para hacerle ver a mamá lo disgustado que estaba con ella pero, a pesar de tener solo nueve años, ya sé que actitudes así acarrean consecuencias. A mamá no le gusta el ruido, de hecho, ha dejado de hablar hace muchísimo tiempo, a penas recuerdo ya su voz. Ya nunca quiere jugar conmigo a nada, ni siquiera me mira. Papá me dice que solo es una fase, no lo entiendo. Solo sé que quiero que vuelva a sonreír y a jugar conmigo. El otro día tiré un jarrón mientras jugaba a la pelota, se asustó muchísimo pero ni siquiera me regañó. ¿Por qué no sonríe mamá? ¿Por qué desde aquella discusión en el coche coge nuestra foto cada día, abraza mi pijama y se echa a llorar? ¿Por qué parece como si para mamá hubiésemos dejado de existir? ¿Por qué, papá?
Me gustas: 21
OTROS TEXTOS SELECCIONADOS POR SU CALIDAD U ORIGINALIDAD
Wildo Lagos Si ya me decían mis familiares y amigos que no me quedase en esta casa. Que aquí sucedían cosas extrañas. Voces que se oían en el piso de arriba y cosas así. De eso han pasado ya dos inviernos. Afuera llueve, y el viento que sopla fuertemente y que parece susurrar el final del día. Sentado en mi viejo sillón, frente al fuego de la chimenea, espero las diez campanadas del reloj en la pared. Justo después de la última campanada, como todas las noches, en el piso de arriba, se oyen pasos, una conversación, una discusión, una puerta que se abre y cierra. Allí está, de pie en las escaleras; aquel niño de no más de nueve años. Me mira y sonríe. Mis padres siempre discuten. Me dice y baja por las escaleras para perderse por el pasillo. Ahora me queda claro que puedo ver y escuchar a los vivos.
Maria Dolores Garrido Goñi —Mami, ¿has visto que la casa tiene nuevos habitantes? Llegaron anoche.
—No, no los he visto. Procura no molestarles. A algunas personas no les gustan los niños.
—Estos traen uno. Más tarde le visitaré. Anoche estuve vigilando su sueño. No tendrá más de nueve años; como yo.
—Sé prudente. No sabes como pueden reaccionar. Preferiría que los ignoraras.
—Ya he aprendido, mamá. Le hablaré quedo, y mientras duerme, me meteré en su sueño.
—No le cuentes historias de miedo, que se asustará y se marcharán. Me cansa tanto traslado…
—Todo depende, mami. ¿Te acuerdas de aquel niño que se llamaba Stephen King? Las historias que le conté, le hicieron rico.
Carolina Delgado Hace años que no entraba nadie en casa. Más de 80. Si lo hubiese sabido habría adecentado la mansión. Se trata de un matrimonio y un niño monísimo, de unos nueve años. Me recuerda a mi hermano Patrick. Pero mi hermano era más parlanchín. Éste se pasa las horas mirando un pequeño artilugio rectangular, con unas imágenes en color y un cable que va a parar a sus oídos. Creo que está enfermo. Hay poca vida en él. Supongo que necesita de esa máquina para seguir con vida. Sus padres también hablan poco, debe de ser por la pena. Anoche les oí discutir. Estaban muy enfadados, sobre todo ella. Le reprochaba su falta de atención durante los últimos años. Él callaba. Pero cuando ella le pidió aquella cosa, él se levantó de la silla, le dijo que nunca se la daría y salió de la habitación. No sé qué cosa tan importante sea eso que llaman divorcio ni para qué lo quiere ella, pero debe de ser realmente valioso. Creo que lo mejor que podría pasar es que si el niño tiene que morir lo haga aquí, podría atrapar su alma para que me haga compañía. Me siento muy sola. Si se acerca al pozo le ayudaré a caerse en él. Yo morí así y no me ha ido tan mal…
Eloina Calvete Garcia Requiescat in pace. ‘Descanse en paz’, murmuró el sacerdote antes de que el verdugo me decapitara. Y le creí. Creí que por fin descansaría, pero descansar es del todo imposible en esta torre encantada. Y eso que estamos todos muertos y bien muertos. La culpa la tienen los niños, sí, los dos fantasmales y jóvenes príncipes con sus discusiones. El más alborotador es Richard, el pequeño. Tiene solo nueve años y es un truhán de tomo y lomo. Edward es más tranquilo, aparenta más de doce años cuando le da por caminar serio y estirado, en plan ‘rey de Inglaterra’. Creo que hubiera sido un buen monarca…
—Te he dicho que no, que no juego contigo a reyes y súbditos. Es muy aburrido. No me gusta estar todo el rato haciéndote reverencias —grita Richard.
—Ya, ya, muy aburrido. Tú prefieres juegos más macabros, como descomponer esqueletos y jugar con calaveras y huesos. Pero la reina Ana nos lo ha prohibido —sentencia Edward.
Así están todo el tiempo. Y siempre me toca mediar en sus litigios, aunque tengo un argumento infalible para terminar con las discusiones. Les amenazo con no volver a contarles un cuento nunca más. En fin, esta es la eternidad que me espera. Yo, Ana Bolena, fantasmal y descabezada reina, ejerciendo a perpetuidad de niñera de un par de mocosos. Morir para ver.
Jose M Fernández Me despierta un ruido extraño. Miro por la ventana y veo que se acerca un carro metálico con pequeñas ruedas encauchadas. ¡Qué extraño!, yo no he citado a nadie ni tampoco tengo vecinos fisgones. El artefacto entra en el jardín y se detiene en la puerta de mi casona; traen malas intenciones, seguro. Del carro salen cuatro personas: una pareja con un niño y una niña ya crecidos. Comienzan a hablar.
–¡Mamá, yo no quería venir aquí!, esto es muy aburrido –dice la niña, enfadada.
–¡Tú te callas y obedeces! –dice la madre¬–. Está bien pasar unos días todos juntos.
–¡Vaya muermo! Y encima huele a vacas ¬–replica malcarada.
Entran, ¿con qué permiso? Los niños chillan y exploran la casa, tirando una silla y alborotándolo todo. La niña sube al piso superior y abre la puerta de mi habitación sin siquiera llamar. Me mira, pero no puede verme; se queda quieta. Siente mi presencia. No me entiende; se asusta y huye despavorida.
–¿Ves, Lucas? Ya te dije que pasar unos días en una casa rural era buena idea. Mira que mansa está la niña. ¡Ah!, ha mencionado algo de un fantasma –dice la madre.
¡Un fantasma en mi casa, vaya cretinos!… Sigo sin comprender qué hacen aquí.
Glauka Kivara La misteriosa mansión se erigía altiva, extraña a los ojos de los niños, que habían aprendido a vivir en los subterráneos y no salir más que por las noches. Entonces era cuando escapaban de sus dormitorios y exploraban las ruinas de lo que llamaban “laciudad maldita”.
-¿A qué no te atreves? –desafió Kevin.
-¡Claro que sí! – respondió Carol.
Las voces chillonas perturbaban el descanso de Eleanor. A veces ocurría, algunos vivos merodeaban por sus dominios, pero si ella los ignoraba el tiempo suficiente, se marchaban.
Sin embargo, en esta ocasión empezaron a aporrear su piano, su precioso piano. ¡Cómo se atrevían!
Furiosa, les gritó que se marcharan de la única forma que aún podía: les tocó una furiosa melodía, esperando que huyeran horrorizados, pero en lugar de ello, los niños se sentaron, atónitos. Jamás habían oído algo tan bello.
Lucia Herrero Izquierdo -¡Mama! ¿por qué no me respondes? ¿por qué no me miras? ¿por qué lloras? Hoy cumplo nueve años y no hay ninguna fiesta, todos me ignoran; papa discute con el vecino, y no entiendo por qué, nunca lo había visto tan triste y enfadado ¡qué raros estáis todos!
¡Abuela! Has venido a verme después de tanto tiempo.
– Sí, ven conmigo, ahora estaremos juntos en un lugar muy bonito y algún día vendrán también tus padres a reunirse con nosotros.
Para seleccionar estos textos, desde Portaldelescritor siempre tenemos en cuenta diferentes aspectos: que cumplan el reto, la calidad literaria, la originalidad, la redacción (no aceptamos textos con varias faltas de ortografía) y además siempre intentamos -en la medida de lo posible- incluir participantes diferentes y no repetir muchas veces a los mismos autores.