Seleccionados dos #ViernesCreativos
La tarea es escribir una historia que comience: “Señoría, puedo probar mi inocencia” 🤔
¿Qué habrá pasado? ¿De qué se acusa a esa persona, y por qué dice que es inocente? ¡Vamos a verlo en vuestras historias!
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MICRORRELATO CON MÁS ME GUSTAS
Verónica Lorite —Señoría, puedo probar mi inocencia—Aquellas palabras resonaron en la sala, y por largo tiempo solo fueron contestadas con silencio. Dani bajó la mirada temeroso de las consecuencias de su atrevimiento.
— Adelante. Tengo curiosidad por escuchar tu alegato Daniel.
Al levantar la mirada pudo ver una pequeña sonrisa formándose en aquel exigente rostro, que le dio pie a la esperanza.
—La noche de autos, estaba en mi casa. ¡Mi familia puede corroborar mi historia!— gritó emocionado.
—No veo como eso puede probar tu inocencia, Daniel. El perro está verde. El perro está dentro de tu casa. Tu padre te compró el spray. El cual te recuerdo era para el Belén. Tus huellas están por el suelo de tu habitación y tus manos: ahora son verdes.
— ¡Pero, mamá! ¡Esto no es un juicio justo!
— Ni mamá ni nada, ahora mismo a tu cuarto. Sin consolas. Y más te vale que el perro vuelva a ser blanco pronto — el enojo de su rostro se transformó en una sonrisa torcida cuando giró y enfrentó a su esposo. — ¿Algo que alegar en tu defensa?
Carlos escondió sus no menos verdes manos tras la espalda y sonrió encantadoramente a su esposa antes de soltar un: Señoría, ¿puedo probar mi inocencia?
ME GUSTAS: 23
OTROS MICRORRELATOS SELECCIONADOS
Yolanda Fraile Carreras — Señoría, puedo probar mi inocencia.
—¿No es cierto que ha reconocido usted ser el autor del tatuaje que luce el demandante en el brazo izquierdo?
—Así es señoría, esa frase la tatué yo mismo.
—Entonces… ¿puede decirnos cómo piensa demostrar su inocencia?
—Ese informe lo demuestra— la Juez Mariola Santaolalla miró al acusado por encima de sus gafas de presbicia antes de echar un vistazo al papel que le tendió uno de los abogados de la defensa.
—Aquí dice que padece usted de dislexia.
—Así es, señoría, y ese es el motivo por el que después de la frase “Las grandes almas tienen voluntad; las débiles solo deseos”, tatué Socartes en lugar de Sócrates. Soy un disléxico de libro, señoría,— alegó el acusado en mitad de un suspiro esperanzador— y no se imagina usted lo duro que ha sido enterarme de que el autor de Cien Años de soledad no es un tal Grácia Márquez, y que el señor Débiles no escribió Cinco horas con Mairo, que ya me parecía a mí raro aquel nombre, sino con Mario.
Graciela Brizuela –Señoría, puedo probar mi inocencia…
–Pero a usted se lo acusa de un hecho grave…el robo de un atardecer.
–Sí, ya sé… yo solo quería verla mejor… estaba tan indefensa en aquella cama de hospital, tan débil, tan pálida…que quise hacerla feliz …aunque sea por un instante.
Cuando lo ví, me dije éste es… y se lo traje: la tarde se inclinaba en el río, tiñendo las aguas con su colores…el sol anaranjado moría en el ocaso… Lo que yo nunca imaginé que apuraría su partida. Ella se fue con él.
La jueza escondió una lágrima y me declaró inocente… pero yo sigo preso del recuerdo de unos ojos que se llevó la tarde anaranjada.
Ella amaba los atardeceres…y yo la amaba a ella.
Karen Trujillo ¡Señoría, puedo probar mi inocencia! ¡Yo también hice cosas buenas en mi vida, no me condene al infierno!
-Eso no justifica el hecho de que masacraste personas inocentes antes de morir. No mereces el reino de los cielos. – respondió el Dios que me creó.
Muerto de miedo, miré el gran agujero a mis pies: tan familiar, tan cruel.
-No, por favor, debe darme otra oportunidad. -dije con los ojos llenos de lágrimas.
-Eso es lo que haré y lo vivirás todo de nuevo. Actúa con sabiduría esta vez. -me respondió Él.
Sentí un empujón y caí dentro de mi peor pesadilla: de vuelta en la Tierra.
Eloina Calvete Garcia Señoría, puedo probar mi inocencia. Me bastaría acudir a los muchos y variados testigos de los últimos meses de mi vida: familiares, amigos y conocidos que estarían dispuestos a declarar a mi favor. Sin embargo, no lo haré. Dejaré en sus manos, que imagino limpias, la decisión final. Usted tendrá que decidir si merezco un castigo. Apedrear los cristales de aquella sucursal bancaria vacía no fue un impulso repentino. Algo tenía que hacer. Ellos destrozaron mi vida y yo solo he roto un par de cristales. Ellos me dejaron sin vivienda y yo apenas si les voy a costar unos cientos de euros; no obstante, soy yo la que comparezco ante usted. ¿Quién los juzga a ellos?
Pensándolo bien, creo que será mejor que me encierre: si me declara inocente, si me deja libre, continuaré apedreando cristaleras. Me convertiré en la ‘gota malaya’, en la ‘mosca cojonera’ de las entidades bancarias. Y volveremos a vernos una y otra vez. Señoría, apelo a su conciencia. Usted decide.
Monica Sanchez – ¡Señoría, puedo probar mi inocencia!
-¿Está usted segura? No estamos para tonterías, hoy es víspera de Navidad y llevamos dos horas sin sacar nada en claro. ¡Silencio en la sala!
¿Qué tiene usted que alegar a su defensa?-
– Señoría, me declaro inocente de los cargos que se me imputan y por enésima vez le digo: ¡¡¡Yo no maté a Santa Claus!!! ¡¡Fue un accidente!!
Él bajó de su trineo, tropezó en él y cayó rodando del tejado al suelo, con tan mala fortuna de golpearse en la cabeza. ¡¡Yo lo he visto todo!!-
El letrado me miró con cara de pocos amigos y dictaminó sentencia:
-Muy bien, le declaro inocente, pero se va usted derecha a un psiquiátrico. ¿No va a llevarse a los Elfos con usted? ¡¡¡Por Dios!!
Rodri Toro —Señoría, puedo probar mi inocencia—dijo Caín —para eso llamo a declarar a mi hermano.
Con estas palabras y por primera vez desde el inicio del juicio, se hizo completo silencio en la sala del limbo.
Cuando la puerta se abrió, el Cancerbero fue el único presente que se movió, permitiéndole la entrada al que sería el primer y único testigo de la defensa. Abel caminó con paso decidido hasta el jurado sin notar las miradas de sorpresa que recaían sobre él. Tomó asiento en el estrado, Anubis colocó su corazón en la balanza y el testigo sin esperar preguntas, contó su verdad.
Al terminar el relato, Hades miró con una sonrisa al Ángel Gabriel y por lo bajo le comentó:
—Me gusta eso del suicidio.
A lo que Gabriel respondió:
—A mí me gustaría contar la otra versión.
PRIMER #VIERNESCREATIVO NAVIDEÑO: Una historia de amor o desamor en Navidad
MICRORRELATO CON MÁS ME GUSTAS
Carol Belasco En la imagen ella sonríe desde otro mundo: con el cabello brillante, la piel mucho más lisa y una esperanza en la mirada que debió perder entonces.
Me sorprende el amor desnudo que dirige a su compañera, una muchacha de cabello rizo y piel oscura, que la contempla con la misma expresión hechizada.
La fotografía me ofrece respuestas para su tristeza, su soledad, su silencio. En el reverso un nombre, una dirección, y el dibujo de una rosa y un corazón.
Su rostro, más ajado, mucho más apagado, duerme a poca distancia. Me siento intrusa en sus secretos pero le debo tanto que uso mi móvil para sacar una copia de la imagen, antes de guardarla de nuevo en el fondo del cajón, bajo varios poemas anotados con una letra que no es suya.
Hallar el rastro tras cuarenta años no es fácil pero una mujer de piel negra en la España de entonces no es imposible de encontrar.
Esta nochebuena preparo todo con miedo y emoción, ignoro las causas por las que se distanciaron, más allá de mis propias cábalas sobre prejuicios y miedos.Me tiemblan las manos cuando la tía Rosa llega, cargada de regalos para todos, como suele. La observo de sesgado, impaciente, hasta que al fin suena el timbre y mi última invitada llega.
Han pasado cuatro décadas, no espero que se reconozcan de inmediato, pero lo hacen. El asombro y la alegría estallan en sus rostros, y la emoción de su abrazo nos da un poco más de fe en el mundo a todos y sé que, esta nochebuena, también mi querida tía será por fin del todo feliz.
OTROS MICRORRELATOS SELECCIONADOS
Jose M Fernández La cena de Nochebuena estaba transcurriendo en un tono agradable. A ello contribuía que eran pocos: los abuelos, las dos hijas –Aida acompañada de Germán, su marido– y los dos niños de Aida.
Germán, aprovechando la largura del mantel que cubría la mesa, intentaba acariciar con su pie las pantorrillas de Mariana. Como proseguía impertérrito con sus intentos, Mariana le dio una patada que le hizo exclamar un extemporáneo «¡Ay!».
Cuando acabaron la cena, Mariana lo cogió del brazo y se lo llevó a la cocina.
–¡No me vuelvas a tocar! Olvídate de mí –dijo Mariana, molesta.
–Pero si no hace ni una semana que nos acostamos. ¿Estás loca?
–Sí, fue un error. Y lo lamento. No voy a destrozarle la vida a mi hermana por ti.
–Venid, vamos a abrir los regalos –dijo el abuelo, elevando la voz.
Cada uno fue cogiendo los suyos. Mariana abrió el de Germán; era generoso con el dinero familiar: una pluma Montblanc. Después, Germán abrió el de Mariana; una novela, “La dulce despedida”
–Me la acaban de publicar, cuñado. Y siento no haber podido utilizar mi nueva pluma.
Pepe Pepito Se conocieron en la clase de español. Él había llegado de Camerún hacía cuatro meses. Ella llevaba media vida enseñando en aquella escuela.
Llegó Navidad y, como todos los años, el centro organizó una fiesta de Nochebuena el 23 de diciembre a mediodía.
Él cogió sus manos con suavidad, invitándola a bailar, en el mismo momento en que ella sintió una calidez en sus dedos sin saber lo qué pasaba hasta pasados unos segundos. Bailaban sin soltarse, se miraban y sonreían.
No sé cómo sucedió. De repente me vi rodeada por sus brazos. Mi amor, soy demasiado mayor para ti, le dije. El amor no tiene edad, me respondió.
Carmen Fernández Rocha Cuentan que en Nochebuena nació un niño en un portal de Belén. El mío tuvo mejor suerte y nació en la cama de un cuarto prestado. Sin mula, ni buey, ni un padre a su lado. Asistidos, como se pudo, por dos compañeras de trabajo al calor de una estufa de gas.
Aquel jueves veinticuatro de diciembre, hacía frío, mucho frío. Yo apenas podía con la panza, y me dolían las piernas a rabiar, pero aún así trabajé el día entero en la cocina de la casa donde servía, igual que todos los días. A cambio techo y comida, un contrato de trabajo legal, que me permitía un permiso de residencia, y un pequeño sueldo que enviaba a mis padres a Perú.
No podía quejarme, la casa era un gran chalet en una urbanización exclusiva, de la que apenas salía dos veces por semana, para verme con otros compatriotas en una iglesia cercana.
Aquella Nochebuena, apresuradamente y antes de fecha, me puse de parto. Nunca oculté el embarazo, tampoco dije a nadie quién era el padre. Para despejar sospechas, tuve que jurarle a mis jefes que nadie de la casa era el responsable.
Entre resoplido y resoplido, entre empuja que ya llega, y algún que otro chillido, en la Nochebuena del año dos mil quince, a las once cincuenta y cinco, nació el amor más grande de mi vida.
En la redondez de su carita de querubín, traía escrito el certificado de paternidad. Era idéntico al padre Luis, el cura parroquial. Un hombre honorable y piadoso, que de vez en cuando pasaba por la cocina a tomarse algo más que la merienda.
Maria Dolores Garrido Goñi El árbol estaba colocado, con todos sus adornos y luces, desde hacía dos semanas. A su pie, varios paquetes, primorosamente empaquetados, aguardaban el momento de ser abiertos. La cocina olía a guiso sabroso y los niños, con sus panderetas, cantaban villancicos frente al nacimiento tradicional.
–¿A qué hora vendrá papá? –pregunta Dani.
— No tardará –contesta la madre–. De hecho, debería estar ya aquí.
Como si esa hubiese sido la contraseña, se oyó la puerta de la casa. Los niños fueron alborotando a recibir a su padre, mientras la madre seguía cocinando. Era Nochebuena, y siempre hay un esmero en el menú en estas fechas.
De pronto, algo irrumpió en la cocina y entraron los niños excitados y riendo, asustando a mamá.
–¡¿Pero qué pasa?! –gritó la madre alterada– ¿os habéis vuelto locos?
En eso, sintió el empujón de un ser peludo, que comenzó a lamerle las piernas mientras movía con energía su rabo.
–¿De quién es este perro? — dijo con el ceño fruncido.
–Estaba solo y helado vagando por la calle. Lo he llevado a un veterinario y dice que no lleva identificación…
–¡Está asqueroso! ¡Meterlo en la ducha inmediatamente! ¡Ale, otra boca más! Señor, Señor…
Mientras con el jolgorio de los niños, el padre enjabonaba al animal, la madre se asomó al cuarto de baño y, sonriendo, miró con amor al nuevo integrante de la familia.
Eloy Villaseñor Aquella nochebuena fue inolvidable para mí. Había cumplido siete años y la abuela me había prometido que ese año yo arrullaría al niño Dios junto con mi prima Renata. Mi abuela amaba como a nada en el mundo su nacimiento de porcelana y nunca me había dejado hacerlo porque decía que podría tirarlo y romperlo. Tenía toda la vida con ese nacimiento, decía que ya había pasado por tres generaciones y no dejaba que nadie lo tocara siquiera. Pero mi momento llegó esa noche estrellada y helada, y después de pedir posada llegó el momento de arrullar al niño Dios. Lo tomé con suavidad y lo deposite en una mantita que Renata sostenía con mucho nerviosismo. Lo mecimos de un lado a otro al ritmo del canto sereno y tierno de mi abuela. Al finalizar, lo tomé en mis manos y me acerque al nacimiento ante la mirada impaciente de María y Jose de porcelana y de toda la familia ahí reunida. Pero el destino tenía preparada una sorpresa para todos y, sin comprender cómo, el niño Dios de porcelana que había visto tres generaciones, resbaló de mis manos y cayó al piso partiéndose en pedazos. No puedo describir la mirada de mi abuela al ver destrozada su amada figura de niño Dios. Sin duda su corazón también se rompió. Y ante la mirada impaciente y tierna de María y Jose, y de todos los animales del nacimiento, una nueva era comenzó:La era del niño Dios de plástico.
Para seleccionar estos textos, desde Portaldelescritor siempre tenemos en cuenta diferentes aspectos: que cumplan el reto, la calidad literaria, la originalidad, la redacción (no aceptamos textos con varias faltas de ortografía) y además siempre intentamos -en la medida de lo posible- incluir participantes diferentes y no repetir muchas veces a los mismos autores.
Un abrazo a todos/as y a seguir escribiendo.